¿Democracia sin partidos?, por profesora Susana Gazmuri


La historia ha demostrado que la ausencia de estas organizaciones debilita a los individuos frente a la potencial arbitrariedad del poder estatal, al mismo tiempo que hace mucho más difícil la opción de avanzar en agendas que expresen sus demandas e ideologías. Ahora somos testigos de una sociedad altamente individualista y competitiva, formada por sujetos que se sienten inermes y ajenos frente a las decisiones políticas de las instituciones y polos de poder.

En Chile, la evidente deslegitimación de los partidos políticos se viene manifestando cada vez con mayor claridad desde el estallido social del 18 de octubre de 2019. Entre sus síntomas podemos contar, por ejemplo, el triunfo de Sebastián Sichel, único candidato independiente en la elección primaria de la derecha en el año 2021. La trayectoria política de otro de los postulantes, Joaquín Lavín, es un ejemplo de la desconfianza que históricamente ha manifestado el gremialismo hacia los partidos políticos, una que ha permitido al muchas veces candidato una notable flexibilidad ideológica, al punto de llegar a declararse “bacheletista-aliancista” y expresar sus simpatías por la socialdemocracia, tradición política radicalmente alejada de las ideas corporativistas y neoliberales de su partido.

Si bien el gremialismo terminó por constituirse en la UDI en la década de los 90, su fundador, Jaime Guzmán, era abiertamente contrario a los partidos políticos como lo manifestó en distintos hitos de su trayectoria: “Pienso que está en el orden natural de las cosas que la vocación política no sea masiva. La mayoría de los seres humanos prefiere ser bien gobernada, con la conveniente participación social que se determine, antes que abocarse de modo directo a la responsabilidad de intervenir en el gobierno” (columna en La Segunda, “Partidos y mínimo de afiliados”, 1986).

Del mismo modo, en general la idea de que para mantener el orden y la paz social es deseable una sociedad de ciudadanos despolitizados y organizados en comunidades de naturaleza no política ha sido asociada históricamente a la derecha.

Con todo, la deslegitimación de los partidos y la ineficacia de los mismos aparecen ahora como un fenómeno transversal que ha tenido consecuencias imprevistas en la configuración del parlamento actual y la Convención Constituyente, cuyas decisiones están marcadas por la atomización de los grupos que la conforman. Son ahora los sectores políticos asociados a ideas de izquierda los que han manifestado una abierta resistencia, cuando no repulsión, a las estructuras partidistas, al punto que podemos observar una constante fluidez en la formación y disolución de organizaciones que, como La Lista del Pueblo, se licúan antes de llegar a conformarse en partidos.


MÁQUINAS DE PODER

En la historia de Chile, los partidos se consolidaron hacia 1891, momento desde el cual llegaron a ser el corazón del sistema político. En este escenario, tradicionalmente la derecha se ha caracterizado por organizarse en unos cuantos partidos, número que ha crecido tímidamente en los últimos años. El centro y la izquierda, en cambio, han tendido a crear numerosas organizaciones. Esto habla de, al menos, dos fenómenos distintos. Por una parte, señala la menor unidad ideológica y social de ambos sectores. Pero también es indicador del rol que han jugado como formaciones capaces de canalizar las demandas políticas, sociales y económicas de segmentos más diversos que aquellos que se sienten identificados con las propuestas de la derecha.

Lo cierto es que, si bien tanto el Partido Conservador como más tarde la UDI y Renovación Nacional contaron con adeptos que han incluido todos los niveles socioeconómicos, el número de partidos en los que históricamente se han organizado el centro y la izquierda da cuenta de la complejidad socioeconómica chilena, correlativa a su diversidad ideológica y la capacidad de estas organizaciones para avanzar en propuestas que atienden a una mayor pluralidad de intereses: de clase, de género y de visiones de mundo, entre otras.

Lo cierto es que, desde el centro a la izquierda, los partidos han sido clave para que las demandas económicas sociales, civiles y legales que exigían diversos actores (las clases medias, los obreros, los campesinos, los pobladores y las mujeres de todos estos sectores) hayan tenido éxito. Mal que mal, a lo largo del siglo XX el Estado llegó a ser el garante de la educación y la salud pública (aunque no sea posible avalar su éxito en estas materias), se logró que los derechos de los trabajadores sean protegidos por estrictas leyes laborales, las mismas que desde hace poco rigen para las empleadas domésticas, quienes consiguieron, hace un par de años, la paridad salarial. Del mismo modo, los hijos nacidos fuera del matrimonio, que el código civil de Andrés Bello condenaba al ostracismo social y familiar, tienen ahora igual estatus legal que aquellos cuyos padres están casados y pueden divorciarse si así lo desean.

De manera que, aun cuando son evidentes los muchos problemas de los partidos, que son máquinas de poder que permiten a sus líderes conquistar sus ambiciones e intereses personales y que, muchas veces, demasiadas, son o se vuelven corruptos, estas organizaciones también son efectivas e instrumentales para lograr las metas que reclaman sus adherentes, precisamente porque sin su apoyo, esos líderes no obtendrían el poder al que aspiran.

A lo largo del siglo XX, las reivindicaciones de los movimientos sociales que buscaban mejorar sus condiciones de vida o reclamaban mayor participación fueron encauzadas por organizaciones partidarias identificadas con las ideologías de izquierda, especialmente después de 1960, cuando estas lograron superar sus diferencias internas. Su incapacidad para mantener dicha unidad explica, en buena medida, los conflictos que marcaron el gobierno de Salvador Allende.

La proscripción de los partidos durante la dictadura indica, precisamente, la consciencia de sus líderes militares y civiles de la fuerza que contenían dichas asociaciones. Lo que es más, aunque los partidos políticos pasaron a la ilegalidad, estos siguieron existiendo y actuando en las sombras. Sin embargo, en la medida en que no contaban con canales oficiales para vincularse con la militancia ni podían actuar como sus representantes legítimos, perdieron su papel mediador entre las demandas sociales y el Estado. De modo que, si bien al momento de la proclamación de la Ley Orgánica Constitucional de los Partidos Políticos en 1987, estos reaparecieron rápidamente y actuaron de manera efectiva, no lograron recuperar el papel que habían tenido hasta 1973.

Más bien fueron los políticos considerados individualmente (senadores, diputados, alcaldes, concejales) y sus vínculos clientelares los que tendieron a predominar. Este proceso no ha hecho sino profundizarse desde el retorno de la democracia y la actual falta de legitimidad de los partidos, así como la desconfianza que inspiran quienes actúan dentro de su marco puede ser vista como el resultado natural de este proceso de distanciamiento entre las cada vez más reducidas, profesionalizadas y tecnificadas élites partidistas y el resto de la sociedad.

¿Qué luz puede echar la historia sobre este fenómeno? No es su papel predecir cuál será a la larga su resultado, ni si conducirá a una profundización de la democracia, como plantean muchos de los actores políticos que buscan un espacio fuera de estas entidades. Si acaso los llamados movimientos sociales pueden asumir un rol institucional o si será necesario darles cabida en el sistema político para que puedan ocupar un papel articulador distinto al de los partidos es algo que los constituyentes tendrán que resolver y los cientistas políticos estudiar. Lo que sí puede hacer la historia es mostrar la correlación que ha existido entre dictaduras, autoritarismos y populismos y los planteamientos antipartidistas. El historiador Marcelo Cassals ha estudiado este paralelismo y ha mostrado, por ejemplo, que en la década de 1920 la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo se sostuvo en bases corporativistas que planteaban construir una nueva democracia de base nacionalista, “libre de los vicios de la corrupción y la politiquería”. Aunque pueda ser considerada suave o moderada en comparación a la dictadura de Augusto Pinochet, lo cierto es que el gobierno de Ibáñez ejerció la violencia y la represión contra sus opositores. De modo similar, han sido los grupos nacionalistas y corporativistas, regularmente asociados tanto al fascismo como al populismo, los que llevaron la bandera antipartidista a lo largo del siglo XX.


ROL CLAVE: ENCAUZAR LAS DEMANDAS

En los hechos, el proyecto instaurado durante la dictadura articuló una sociedad altamente individualista y competitiva de sujetos que se sienten inermes y ajenos frente a las decisiones políticas de las organizaciones y polos de poder. La violencia y frustración que se deja ver desde el estallido social parece estar relacionada, precisamente, con la dificultad de articular y encauzar las demandas de quienes ven en la calle la única forma de hacerse escuchar.

Por lo tanto, frente al dilema de comprender qué puede significar o cuáles son las implicancias que puede llegar a tener el rechazo a los partidos políticos, la historia revela que la ausencia de estas organizaciones debilita a los individuos frente a la potencial arbitrariedad del poder estatal, al mismo tiempo que hace mucho más difícil la opción de avanzar en agendas que expresen sus demandas e ideologías. Los partidos son necesarios para organizar y dar sentido al conflicto político, al mismo tiempo que evitar que este derive en violencia. A su vez, la historia devela que estas formaciones no son eternas; desde la instauración de los gobiernos democrático-representativos, han mutado su composición social e ideológica, las alianzas entre ellos y las agendas que quieren acometer. Lo que parece estar desapareciendo es el sistema de partidos políticos tal como lo hemos conocido en los últimos treinta años y lo que seguramente vendrá, como indica la actual alianza de gobierno, serán nuevas asociaciones, es de esperar que más participativas y democráticas, que deberán enfrentar un mundo con nuevos retos que generarán nuevos conflictos.


Por  Susana Gazmuri


FUENTE: Articulo publicado en Revista Universitaria Nº169.


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