Los nuevos escenarios políticos del Chile millennial, por Juan Pablo Luna

Captura_de_Pantalla_2020-09-08_a_las_152639.png

Reproducimos el artículo "Los nuevos escenarios políticos del Chile millennial", escrito por el profesor Juan Pablo Luna y publicado en el último número de la Revista Universitaria. 

Los procesos de articulación colectiva que fundamentan los mecanismos clásicos de representación política y su legitimación en una democracia liberal se encuentran hoy desafiados. Parte de este reto se relaciona con la irrupción de procesos de movilización social, que por sus características (monotemática y de tiempos cortos) se han tornado más antisistémicos y focalizados en asuntos específicos y menos “transables”.

Los cientistas políticos repetimos como mantra que los partidos políticos son necesarios para la democracia. Tome cualquier texto sobre partidos y seguro encontrará referencias a la siguiente frase del libro Party Government (1942), de E. E. Schattschneider: “Los partidos políticos crearon la democracia y la democracia moderna es impensable sin partidos políticos”. El autor también señala que no son meramente la coalición electoral que votó por un candidato determinado: “El Partido Demócrata no es la asociación de 27 millones de votantes que en noviembre de 1940 votaron por el Sr. Roosevelt”. Según Schattschneider, los partidos son más que una coalición ocasional de candidatos a cargos públicos.

Desde esta perspectiva, la construcción de partidos programáticos, capaces de articular plataformas y liderazgos que logren forjar coaliciones sociales amplias (más allá de regiones, circunscripciones, distritos y municipalidades particulares) es fundamental para la democracia. Y respecto de los jóvenes, los partidos políticos también han provisto, históricamente, canales para la captación, formación y promoción de nuevos liderazgos.

¿De qué modo los millennials se relacionan hoy con los partidos? Antes de responder a esta pregunta, me permito una aclaración. Si bien los efectos generacionales son significativos en la vida social y política de los países, y lo han sido en Chile en términos históricos y contemporáneos, mucho de lo que discuto a continuación constituye un rasgo que considero de una época. Por tanto, la caracterización que ofrezco excede a la generación millennial; se trata más bien de un intento por caracterizar a la “política millennial”, más que a los millennials como generación política.

Argumentaré que la “política millennial” posee dos características que complican la acción política y los mecanismos de representación política clásicos en que se asienta la democracia liberal. Esas dificultades no solo están presentes en Chile, sino también en un número creciente de democracias jaqueadas hoy por déficits profundos de legitimidad.

RADICALES DE UNA SOLA CAUSA

Un primer rasgo que me parece relevante de la “política millennial” es la irrupción de los ciudadanos monotemáticos. En los años 80 y 90, los analistas europeos manifestaban preocupación por el ascenso de los partidos de un solo asunto (los partidos verdes eran el caso más claro en ese contexto). Los viejos y estructurados sistemas de partidos europeos se veían desafiados por la emergencia de conglomerados muy radicales (intensos), pero preocupados por una agenda muy restringida (en el caso de los verdes, el medioambiente). Actualmente, los intensos se han atomizado aún más: ya ni siquiera construyen partidos de un solo asunto. Se organizan cada vez más en red, pero dichas redes son transversales a las organizaciones políticas tradicionales y las impugnan desde afuera. Esas redes logran superar la segmentación y los problemas de acción colectiva que crean los universos paralelos y las burbujas en que vivimos en sociedades como la chilena, con altos niveles de segregación socioeconómica. No obstante, aunque gente muy diversa converge en torno a agendas específicas y se organiza de forma virtual o eventual, los monotemáticos usualmente se convierten en radicales de una sola causa.

Desde la superioridad moral que genera toda preferencia absoluta, someten a juicio al gobierno, a los actores políticos y a todo aquel que no comulgue plenamente con el ideal que los mueve. Su relación con otros grupos y con los actores institucionales es generalmente negativa, porque por definición, no pueden ser otra cosa. Aún cuando puedan celebrar una declaración o decisión de política pública, seguramente otras muchas los alienarán y descontentarán. Los matices y las tensiones son “inmorales”.

Si la esencia de la política es la articulación a partir de la negociación de diferencias y la búsqueda de mínimos comunes denominadores, los ciudadanos monotemáticos son en esencia antipolíticos. Los ciudadanos millennials a veces confluyen en torno a proyectos de partido. No obstante, dichos proyectos corren el riesgo de caer rápidamente presa del faccionalismo y el personalismo. También, algunos líderes logran canalizar la energía que aporta esta radicalidad, y movilizan electoralmente a los monotemáticos. Lo hacen mediante una movilización segmentada, diciendo a cada quien lo que quiere escuchar. No obstante, una vez ganada la elección, cuando se trata de gobernar, se vuelven el blanco perfecto de sus electores ocasionales (un conglomerado de monotemáticos), y descubren lo endeble de su zurcido electoral.

LA COMPRESIÓN DE LOS TIEMPOS POLÍTICOS

El segundo rasgo de la política millennial lo constituye la compresión de los tiempos políticos. Aunque a veces se nos escapa, el tiempo y su estructura son fundamentales para la política. Pensando en la transición chilena, Norbert Lechner (1989) afirmaba que construir un orden legítimo dependía de que la clase política lograse sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento), con las urgencias subjetivas de lo social. Así, pensaba Lechner, los líderes del Chile postdictadura conseguirían legitimidad (y tiempo para hacer su trabajo) si lograban persuadir a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil, aunque plausible, construcción) en el futuro.

El tiempo también es importante desde una perspectiva institucional. La vida democrática, igual que la legitimidad, se estructura en torno al tiempo. Si seguimos los trabajos del sociólogo español Juan Linz, por ejemplo, podemos concluir que las elecciones generan mandatos y en un régimen presidencialista, los elegidos (idealmente sobre la base de un programa de gobierno) tendrán cuatro o cinco años para realizar dicho mandato o persuadirnos de las dificultades que les impidieron cumplirlo, antes de tener que someterse nuevamente a una evaluación en las urnas. En ese nuevo ciclo electoral, la ciudadanía evaluará al gobierno en función de sus méritos y decidirá darle continuidad u optar por la alternancia.

Esta concepción de “la rendición de cuentas” está en la base de la institucionalidad de la democracia liberal y, sin embargo, se ha vuelto increíblemente anacrónica. Una explicación plausible es que los tiempos sociales y políticos se han comprimido brutalmente. A los gobiernos los juzgamos semanalmente, a lo más, y las “lunas de miel” de los nuevos gobiernos son hoy más breves y más frágiles que en el pasado. Cualquier escándalo que se viralice en las redes sociales alcanza para acortar el perío- do en el poder que la ciencia política reconocía como clave para asentar a un proyecto y avanzar en un programa. En el Chile millennial, la capacidad de las elites políticas de los 90 de “estructurar el tiempo” y generar legitimidad está agotada. Y el Chile postestallido refleja con estridencia la asincronía entre los tiempos institucionales del mandato electoral de 2017 y los de la sociedad.

Nobleza obliga. Ser político –tradicional o emergente– se ha tornado una pesadilla en la sociedad millennial. El juego democrático, que contó siempre con la legitimidad procedimental de su lado, no logra hoy sincronizar los tiempos políticos y los sociales. La compresión temporal y el ascenso de los ciudadanos monotemáticos hace virtualmente imposible crear plataformas programáticas y candidaturas que logren “comprar tiempo”, en función de un futuro consensualmente deseado y plausible.

Así, la ausencia de articulación y canalización institucional del conflicto social explica tanto la recurrencia del descontento como la impasibilidad de las elites, que no comprenden muy bien qué está pasando. Pasmados por el temor a salirse del libreto y liderar, los políticos se resignan, mientras tanto, a intentar evitar escándalos y a mantener su popularidad mediante la exégesis de las encuestas y las redes sociales. Y aunque sistemáticamente les tiende a ir mal, siguen intentando pegarle “el palo al gato” (sin que, al mismo tiempo, se les desordene el gallinero)

 
LA GRAN PARADOJA

La compresión temporal y la irrupción de los monotemáticos generan condiciones para lo que conocemos como una paradoja de Condorcet (o un dilema de Arrow), en que un sistema de mediación de intereses, crecientemente ilegítimo y debilitado, produce coaliciones electorales que cristalizan un domingo cada cuatro años y rápidamente se desmantelan –o se quedan sin respaldo en la ciudadanía–. En otras palabras, hoy es más fácil ganar una elección (movilizando grupos de descontentos) que gobernar. Mediante distintos mecanismos de agregación es posible que preferencias individuales inconsistentes entre sí terminen generando una acción colectiva o una coalición electoral a la que los analistas y los políticos le asignamos una única o principal motivación. El problema es que traspasados ciertos umbrales, se producen cascadas de acción colectiva (y reacciones y contrarreacciones) que terminan con la paradoja de movimientos colectivos articulados sobre la base de preferencias individuales inconsistentes o solo aglutinadas por la negativa (en torno a lo que todos se oponen). Son, en definitiva, coaliciones sumamente etéreas.

En retrospectiva, una de las funciones que cumplían los partidos políticos era la de “filtrar” liderazgos, mediante procesos que implicaban la formación de nuevas generaciones políticas, así como su eventual ascenso en organizaciones colectivas que contrapesaban, en términos simbólicos, la importancia de las individualidades. Dichas organizaciones poseían, sin duda, características reprobables y anacrónicas (por ejemplo, dinámicas afines al clientelismo y al patronazgo, prácticas machistas, estructuras oligárquicas y centralistas, entre otras). Sin embargo, también generaban estructuras colectivas en que los liderazgos tenían que actuar colectivamente para avanzar su carrera, y debían hacerlo con horizontes de mediano y largo plazo. Porque a dichos liderazgos les costaba más trabajo colectivo, más articulación y más tiempo, ganar una elección. En caso de lograrlo, sin embargo, contaban con una estructura que les otorgaba bases mínimas de legitimidad y capacidad de gobierno. En la política millennial, los líderes se orientan racionalmente al corto plazo, y tienen así todos los incentivos para competir por fuera de los partidos. Sin embargo, dicha motivación los hace hipotecar su capacidad de gobernar una vez electos.

En suma, los procesos de articulación colectiva que fundamentan los mecanismos clásicos de representación política y su legitimación en una democracia liberal se encuentran hoy desafiados. Si bien no parece haber recetas institucionales óptimas para conciliar el ideal democrático-liberal con los retos que la política millennial impone, la discusión constitucional a la que el país se encamina, tal vez, provea una oportunidad para discutir estos aspectos y cómo canalizarlos.

Nota: este texto se basa en pasajes publicados previamente por el autor en distintas columnas de opinión publicadas en Ciper-Chile, entre 2016 y 2019.

Publicado en Revista Universitaria Nº 160, Septiembre 2020  / Descargar versión PDF